Sentí Argentina

La soledad del último escalón.

La recorrida solía culminar en Recoleta, donde boliches como Mau Mau, Afrika o Hippopotamus solían ser punto de encuentro de estrellas locales y extranjeras.

Por Jorge A. Avila.

Durante años fuimos compañeros con mi amigo Alberto, el fotógrafo. O reportero gráfico, como suelen corregir los integrantes del rubro habitualmente. Hacíamos «la noche», vocablo que puede prestarse a equívocos, pero en la jerga de nuestro oficio consiste en una recorrida por los lugares que suelen visitar artistas, productores, empresarios y figurones de distintos áreas. Se trata de un desfile fellinesco (de hecho el gran Federico Fellini lo hizo como periodista hasta que se dedicó al cine, y su película emblema «La Dolce Vita» se basa en las peripecias de su alter ego, Marcelo Rubini, y el fotógrafo, Paparazzo, en la nocturnidad romana), que comienza a la medianoche y suele durar hasta el amanecer.

Jorge A. Avila.

La misión es encontrar a las estrellas de cine, teatro o tv en nuevos romances, los chismes sobre las fortunas o las miserias de aquellos que sacrifican su vida privada en afán de trascendencia. En Buenos Aires, el circuito se generaba en la avenida Corrientes, con sus restaurantes Arturito, Sorrento y los bares, Ramos, La Paz y otros. Algunos, como Pepito y Edelweiss sobreviven, recibiendo a los elencos después de la función o para algun festejo.

Todavía Palermo no era «hollywood», sino un viejo y oscuro barrio de prestamistas y ex malevos. Hace uno años se intentó reactivar la actividad con la inauguración de La Pasiva, y otros restaurantes con teatros incluidos, pero la idea no funcionó. Con Alberto recorriamos esos ámbitos de moda, y proseguíamos hacia Fechoría (reducto clave, el original, sobre avenida Córdoba, no la pálida réplica actual sobre Santa Fe), punto cúlmine donde se encontraba habitualmente toda la farándula local, más figuras del deporte y la política. Escala trascendente, allí surgían los datos más jugosos que publicaban luego los vespertinos, y las revistas de actualidad. La recorrida solía culminar en Recoleta, donde boliches como Mau Mau, Afrika o Hippopotamus solían ser punto de encuentro de estrellas locales y extranjeras.

Volver a la redacción, dejar las crónicas antes de las 8 a.m. que llegaba el jefe, y revelar, editar y elegir las fotos, eran tareas que sellaban el amanecer. Todo fue así, hasta que Alberto conoció a Elisa, una bailarina en ascenso del show de Nélida Lobato, quizá la útima gran vedette de la noche porteña. «Hacen buena pareja», solía decirme ella, cuando compartiamos alguna mesa o barra de bar. Finalmente Alberto, dejó «la noche» para ir a vivir con su bailarina. Al poco tiempo, pase a otra sección del diario, y también empece a distanciarme de esas aventuras noctámbulas.

Con el tiempo, volví a encontrarme a Alberto, quien luego de  tener un atelier fotográfico y una agencia de turismo, se dedicó a las inversiones, aconsejado por varios personajes rescatados de aquellas épocas de jolgorio. Mientras compartiamos un café, me contó sus reditubales operaciones en acciones de la bolsa, comprando y vendiendo bonos, apostando en alzas y bajas. El balance era bueno. Con Elisa, ya retirada, habían comprado un piso en un moderno edificio de la calle Nequén, en Caballito. Tenía ocho pisos, y ellos estaban en el último. Con gimnasio, pileta y jardines. Cerca de Acoyte. Fui a almorzar para conocer el nuevo hábitat de mi amigo.

El lugar era bonito e impersonal. Le pregunté quienes eran los vecinos, y Elisa me dijo: «Mejor no conocerlos». Pasó el tiempo, y llegó la pandemia tan temida. Elisa ya estaba en una «clínica de retiro planificado» (geríatrico) y Alberto, que tiene casi 70 años, quedó habitando el piso más alto, y sólo. Al administrador del consorcio, se le ocurrió que en la cuarentena se paguen las expensas por «homebanking». Los intentos de Alberto fueron vanos. No podía terminar el trámite y transferir el monto. Bajó al séptimo piso. Le abrieron de mala gana y ante su pedido de ayuda, hubo negativa rotunda. Lo mismo ocurrió en los restantes departamenteos. Jóvenes, no tan jóvenes, hombres o mujeres, todos se negaron. Ni siquiera querían subir para ver si era una falla de la computadora, o del procedimiento. En la planta baja, una glamorosa pareja de actores con módico pasar televisivo, le sugirió que fuera a un locutorio. «Están todos cerrados», dijo Alberto con resignación. Fue para el ascensor. El aparato estaba descompuesto. Miró la empinada escalera y fue subiendo, lento y descansando en algunos tramos. Al llegar al último escalón, se sentó. Y entonces recordó lo que nos dijo una noche Nélida, mientras la música nos aturdía: «Mira este boliche. Lleno de gente que apenas se conoce. La soledad no es estar sin compañía. Es llegar al último escalón, y sentir que no le importa a nadie». Tomó un trago más, y fue a la pista, donde la llamaban para seguir el baile.

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